La 'Turca' que vende hasta un hueco

Jugos afrodisíacos en Palmira La Turca

Es extraña la forma en cómo suceden las cosas en la vida. Es común que en estos momentos, cuando piensa en la comodidad que tiene ahora, se le hacen efímeras las situaciones difíciles por las que pasó en el pasado, como si todo hubiera ocurrido con la misma velocidad del aleteo de un colibrí. Pero, en verdad, al pensar en ellas, su mente vuela y emite una gran sonrisa al contar lo que una vez fue y en la actualidad no es.

 

Decir que “todo empezó con…” seria incierto, ya que, a pesar que el nacimiento es un suceso fundamental en la vida de un ser humano, es efímero, poco recordado por el nacido más que por comentarios de sus seres queridos. Asimismo, en este aspecto no sería correcto empezar así, puesto que, aunque tiene sus memorias intactas de los momentos difíciles por los que pasó, se le hace difícil recordar a su familia, aunque en realidad al que no recuerda es a su padre, quizá ello ocurre por el hecho de que su existencia fue prácticamente nula, sin precedente alguno en su vida.

 

Dicho esto, sin ninguna dificultad podemos decir que los momentos más preciados fueron con su madre. Desayunos de agua panela y pan, acompañados algunos días con calentados vallunos de lo que quedó del día de ayer, almuerzos de hogao a veces recién echo, y la comida con alimentos obtenidos por amigos o vecinos están dentro de sus recuerdos. Pero ¿por qué es tan importante la mención de los banquetes realizados en compañía de su madre? Estos, en definitiva, le ayudaron bastante en el futuro. Aunque debe admitir que, en su mayoría, lo obtuvo a base de prueba y error.

 

Los recuerdos quedan ahí, en dulces y simples mañanas en compañía de ese ser querido, y tardes, a veces a solas, mientras su madre ayudaba con el aseo en casas vecinas por una módica suma de dinero. Pero también está el día nefasto que trajo una ausencia prolongada, un día que no prefiere contar ni recordar.

 

En el solsticio de su vida, con dos hijos a bordo y la imperante necesidad de salir adelante, continuo su travesía montando un pequeño carrito en la época del 81, donde varias tragedias azotaron al mundo, en su mayoría, atentados contra regentes de países e incluso a mismísimo Papa Juan Pablo II, pero ella, con poco o algo de conocimiento de estos hechos, siguió adelante y montó el que sería una de sus fuentes de sustento por un tiempo.

 

En la ciudad de Palmira, en Versalles, antes que edificaran supermercados al frente del colegio Politécnico, donde aún había una vasta zona verde ideal para que los circos llegaran a montar su carpa, junto a su marido e hijos disfrutaban la tarde, se reunían ahí mientras vendía toda clase de productos naturales lo suficientemente ricos, y que alimentaban a los transeúntes, visitantes, e incluso a los animales: era frutas lo que vendía, ni nada más ni nada menos. Piña, papaya, sandia, manzana, uva, banano, porciones de todas y cada una.

 

Tiempo después se sumó el conocido salpicón. Y en instantes al menú también se agregó el Borojó, el cual tenía una demanda tan alta, que se ganó el honor de decidir a quién podía venderle.

 

El trabajo era dispendioso, doloroso y muy agotador, pero con tal de darle a sus hijos lo que necesitaban, valía la pena.

 

Con las reformas y cambios acompañados de la transformación de la ciudad, Versalles dejó de ser el pintoresco lugar de ventas ambulantes, circos y zonas verdes, para convertirse en la “terminal” de Palmira, donde los buses parquean para llevar a muchas personas a sus destinos. La incorporación del round point (la glorieta de Versalles), además de la adecuación de múltiples supermercados como Olímpica, y el nuevo Dollarcity que se ve al pasar por el lugar, trajo como consecuencia el desplazamiento de varios negocios; entre ellos, el de Amanda, conocida cariñosamente como la “Turca”, protagonista de esta historia, y que, según ella, es lo mejor que le ha pasado, bueno después del nacimiento de sus hijos.


El siguiente negocio que emprendió no fue tan sustentable ni gustoso de realizar. La llamada de un amigo que trabajaba en Maderas Palmira, le comentó la posibilidad de abrir un café, donde los desayunos y almuerzos abrieran el apetito de los comensales para que pudieran continuar con su día.

 

Buñuelos, pandebonos, tamales, el conocido corrientazo y, su especialidad, “El sancocho de Ñato”, una sopa de pescado con leche de coco, fueron los productos y recetas que, en poco tiempo, se ganaron el corazón de los comensales que aún en la actualidad hacen parte de sus clientes destacados. Pero todo en la vida tiene su descenso.

 

En sí las ganancias no disminuyeron, lo que le pasó factura y la dejó sin gana alguna de continuar con el café, fue el agotamiento. Horas y horas de incansable trabajo en el que constantemente debía estar al pendiente de cada uno de los ingredientes, de que se cocinaran en el punto correcto para que no les haga daño a sus comensales, el calor de las ollas que podría ocasionar daños en su organismo, además del servicio al cliente acompañado de la sonrisa que debía mantener. A pesar de ello, nunca le ha costado agradar a las personas a quienes vende sin importar qué cansada esté; su personalidad jocosa, mienta madres y alegre, le ayudado a sobrellevar el cansancio. Aunque, en este caso, preferiría caminar descalza en brasas de fuego antes que volver a vender comida en su vida. Qué bien hizo al tomar esa decisión.

 

El siguiente acontecimiento que marcó su vida, llegó de forma estruendosa y la dejó con un mal sabor de boca. Con sus hijos ya mayores, y manejando un nuevo negocio, un bar, recibió una llamada de una de sus nueras, anunciando con la garganta rasgada, a punto de soltar lágrimas, que casi pierde a su esposo, quien había tenido un infarto y, aunque ya estaba fuera de peligro, no habían permitido avisarle sino tiempo después (además de que su hijo no quería preocuparla). Esto solo provocó el efecto contrario en ella, enfureciéndola y asustándola, generando una descarga de gritos por el teléfono contra su nuera, echando a los clientes que estaban presentes en su negocio, y ya en la clínica, insultando de una forma magistral a cuanto doctor y enfermera se encontraba de camino al cuarto de su hijo, terminando como madre regañona (pero con una buena razón), poniendo a todos en su sitio.

 

Semanas después de casi perder los estribos en la Clínica Palmira, le llegó información de que el embrión de pato servía bastante para revitalizar el corazón, por lo que con 50 mil pesos, “más pelada que pan de india” –cuenta ella–, se fue para Cali a buscar en el centro de la ciudad una tienda que los vendiera. Y los encontró teniendo la grata suerte de que concia al gerente del lugar desde que eran chiquitos. Y los accidentes de la vida la llevaron a su siguiente negocio.

 

–Amanda, yo conozco a un tipo que vive en Cartagena, yo lo surto. Hoy en día tiene la plata que vos querás. Con mi ayuda serás mejor que ese hombre.

–Sos como güevón, ¿cierto? No me hablés de negocios que vengo pelada. Lo único que necesito es lo suficiente para ayudar a mi hijo. Lo demás me resbala.

 

El gerente la mira y le dice a la chica que la estaba atendiendo, que lo que iba a llevar, se lo diera a precio de a por mayor. Y mientras recibía una mirada extraña de la empleada, le añade una caja metiendo en ella toda clase de productos, además de otras botellas de embrión de pato.

 

–Llevate esto para que vendas jugos con vitaminas.

–Pero mijo, lavate esos oídos, ¿no te estoy diciendo que no tengo plata?

–Amanda, yo sé que contigo todo se vende, por lo que no me da problema darte esto; y sobre el pago, me podés pagar si querés o no.

 

A los ocho días, con su hijo revitalizado, plata en mano, le pagó y compro más productos, esta vez, como demostración de que el negocio estaba saldado.

 

Dos semanas después, con los carritos recién comprados, los carteles listos y los sabores al borde del paladar de los comensales, comenzaría el negocio que catapultó su reputación.


Jugos de Borojó vitaminados; coco, maní, cola granulada, nuez moscada y leche, son los ingredientes principales de la receta. Un combinado de sabores que llamó la atención a quienes pasaban al frente de lo que fue después la Clínica Palma Real.

 

Una tarde, vendiendo como alma que lleva el diablo, uno de los muchos amigos de Amanda se acercó al carro pidiéndole lo mejor que tuviera, y ella ni corta ni perezosa le vendió una de las nuevas recetas que había creado, una receta que terminó proporcionándole al muchacho una noche agitada pero placentera.

 

Al siguiente día, el mismo cliente llegó, contándole lo sucedido, un poco nervioso por lo fuerte de la situación. Amanda solo le respondió con una gran sonrisa:

 

–El que te tomaste era pal culo.

–¿Para qué? –pregunta como si no hubiese escuchado bien.

–Mijo, aquí vendemos el jugo de Borojó normal y los otros son: pa’ la hoja, pa’ la lengua, pa’ la mano en caso de emergencia, pal gallo dormido y pal culo – le dice mientras con sus manos hace movimientos alusivos a cada una de las acciones, de placer y autoplacer, nombradas.

 

El muchacho no sabía si reírse, sonrojarse o hacer ambas a la vez.

 

--Estas loca, Amanda… ¿Y cómo es ese pa’ la lengua…?


40 años trabajando como mula le obsequio la tranquilidad que tiene en la actualidad, una donde no tiene que levantar un solo dedo sino quiere, una donde puede dirigir todo desde su casa, una donde puede ver a sus hijos convertirse en seres de bien por el fiero ejemplo dejado por ella, una en el que puede mirar al pasado y sonreír, maldecir, sentirse orgullosa por tener el sobrenombre de la “Turca”. 

Por: Katherine Obando / Edad: 22 años

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